El profesor René Etiemble calculó que un buen lector puede llegar a completar en toda su vida entre mil y dos mil libros. Este dato, que puede ser baladí para muchos, a algunos consigue ponernos los vellos de punta. Sobre todo, cuando se contrasta con otros datos mucho más espeluznantes. Según Robert Escarpit (La revolución del libro) en 1952 se publicaban unos 250.000 títulos al año. Gabriel Zaid ya indicó que el crecimiento de títulos anual era cinco veces mayor que el crecimiento de la población. Zaid toma esta circunstancia con humor: «[…] La humanidad publica un libro cada medio minuto. Suponiendo un precio medio de quince dólares y un grueso medio de 2 centímetros, harían falta quince millones de dólares y 20 kilómetros de anaqueles […] Los libros se publican a tal velocidad que nos vuelven cada día más incultos. Si uno leyera un libro diario, estaría dejando de leer cuatro mil, publicados el mismo día. Es decir: sus libros no leídos aumentarían cuatro mil veces más que sus libros leídos. Su incultura, cuatro mil veces más que su cultura […]».

Biblioteca José Vasconcelos, Ciudad de México (México)

  Del millón de títulos anual, unos 65.000 se publican en España ––que no en español, porque el número se elevaría mucho más––. Teniendo en cuenta esto y los cálculos de Etiemble serían necesarios 3.250 años de lectura frenética para leer lo que se publica en un solo año, sólo en España. Es evidente que la oferta supera con creces a la demanda, llegando al extremo de la saturación en el mercado editorial ––la situación es más ridícula si se tiene en cuenta el bajo índice de buenos lectores que existe––. Entonces se cruza en tu camino el típico pseudointelectual que dice tener una biblioteca de miles de libros, cuando está claramente demostrado que jamás será capaz de leer de esa biblioteca más que una pequeña parte. A esto, además, hay que sumar otras circunstancias todavía más desalentadoras. Está demostrado que el contenido de un libro no se empieza a asimilar hasta la segunda lectura, y ni siquiera a partir de esta segunda lectura se puede decir que lo hayamos captado. Se necesita hacer varias lecturas más para poder decir que hemos leído realmente un libro. Por supuesto, entre esos 65.000 títulos anuales hay mucha paja y pocas agujas. Es relativamente fácil que lleguen a manos del lector libros insustanciales o de baja calidad. Esto además se puede interpretar como una pérdida de tiempo, en obras que nos van a aportar muy poco o nada. Por lo que el número de libros que un lector medio lee satisfactoriamente se reduce todavía más si cabe. Ante esta maraña bibliográfica, el lector se siente desconcertado y apabullado. La pregunta que se formula en ese caso es siempre la misma: ¿qué puedo leer ahora? Hay que tener en cuenta que cada elección significa desechar otras miles de elecciones, cada libro que leemos representa al mismo tiempo miles de libros que no leemos, cada título es uno menos que tachar del cálculo que realizó Etiemble y un libro más que nos acerca al último de los libros que leeremos.

Biblioteca Beinecke de libros raros y manuscritos, Universidad de Yale. New Haven, Connecticut (Estados Unidos)

  Pero no hay que desesperarse ni volverse derrotista. Es cierto que no existen remedios definitivos contra este problema, sin embargo, sí hay algunas soluciones parciales que pueden llegar a ser bastante satisfactorias. Es así como surge el concepto del canon. En el canon literario se incluye el conjunto de las obras maestras que se han escrito en la historia de la Humanidad. Hace unos años hubo una época en la que se atacó duramente al canon ––debido a sus connotaciones elitistas––, acusándolo de preceptivo y promoviendo a cambio como modelo de literatura un tipo de obras marginales, periféricas y representativas, pero de baja calidad estética. Por suerte, aquella tendencia fue superada y hoy en día vuelve a verse el canon con buenos ojos, excepto por cierta parte de la crítica, que todavía trata de imponer la mala literatura como modelo. Deberían darse cuenta de que el arte en sí es elitista, por el simple hecho de que hacer arte no está al alcance de cualquiera. El canon no es desde luego una noción actual, sino que se remonta a autores como Quintiliano o Dante. Sin embargo, recientemente ha sido puesto de moda por Harold Bloom. El canon que elabora Bloom tiene evidentes aciertos y carencias, pero llevaría demasiado tiempo analizarlo con profundidad. Básicamente peca de lo mismo que había pecado el canon de Etiemble, de un espíritu nacionalista que lleva a que la mayor parte de las obras que se incluyan en el canon pertenezcan al país de aquél que lo realiza. Es evidentemente un problema metodológico, ya que al establecer el canon se choca con la gran barrera de la literatura universal: el idioma. El canon ofrece la solución más razonable para guiar al lector por las obras maestras de la literatura, sin necesidad de perderse en esa vorágine editorial que ya alcanza tintes irrisorios. Así, el lector tiene la seguridad de ir al grano y no perder el tiempo con lecturas inútiles.

La Biblioteca de Babel de Érik Desmazières

  En esta misma línea sería interesante analizar una obra como Biblioteca personal de Jorge Luis Borges. Frente al canon aparece la noción de biblioteca personal. Ese es el concepto que maneja Borges en sus obras. No se trata exactamente de lo mismo, porque Borges incluye en su Prólogos con un prólogo de prólogos ––que es un antecedente de su Biblioteca personal–– a autores como Estalisnao del Campo o Faustino Sarmiento, que serían inconcebibles dentro de un canon universal ––e incluso puede serlo para muchos, José Hernández, que por supuesto también se incluye––. Borges a veces tenía un gusto un tanto especial para elegir un tipo de obras marginales, e incluso de baja calidad literaria, un tipo de autores menores y caídos en el olvido, como es el caso de su libro Evaristo Carriego; mientras que deja de lado a otros muchos grandes autores, sobre todo en el caso de la literatura española, con ejemplos evidentes como Góngora, Antonio Machado o Federico García Lorca, autores por los que Borges no sintió el más mínimo aprecio. Desde luego, nada más lejos de la intención de Borges que hacer un canon literario.

Martín Fierro de José Hernández, edición de 1897

  La biblioteca personal consiste en ese conjunto de libros que el lector va leyendo a lo largo de su vida y que le marcan de manera especial, determinando su forma de ser. Son libros que nos acompañan a lo largo de toda nuestra existencia y que acaban formando parte de nosotros mismos. No se juzga tanto la calidad literaria de estos libros como su interrelación con el lector, aunque por lo general, suelen ser grandes obras aquellas que dejan su impronta ––por algo son obras maestras, mientras que los malos libros siempre se acaban olvidando––. Siguiendo estos criterios es como Borges realiza su obra Biblioteca personal, aunque es cierto que la mayor parte de los libros que reseña son dignos de entrar en el canon. Pero antes de comprender con qué criterios se ha podido dejar llevar Borges y hasta qué punto el libro puede servir como una especie de guía de lectura, sería necesario adentrarse brevemente en el autor. En 1899 nace en Buenos Aires, Jorge Luis Borges. El acontecimiento fundamental de su vida según él mismo reconocería fue el descubrimiento de la biblioteca paterna. Aquellos viejos libros sirvieron de leña que avivaría el destino literario que este gran escritor tendría deparado. No era extraño que Norah Borges cruzara el salón y se encontrara al pequeño Jorge Luis, de nueve o diez años, tendido en el suelo, devorando libros. En aquellos años, Borges, con la inocencia de un niño que no se cuestiona la estética ni la importancia de lo que lee, fue entrando en contacto con los autores que lo acompañarían el resto de su vida, aquellos por los que sentiría un mayor afecto. Así fue como conoció a Kipling, a Wells, a Stevenson, a Chesterton, a Poe, a Oscar Wilde, a Las mil y una noches, a Papini y a otros tantos autores. Su padre no se molestaba en indicarle cuáles eran las obras maestras, Borges las fue encontrando por sí mismo, con paciencia y cierta diversión. Eran años de frenética lectura, sobre todo en inglés. Es curioso que incluso El Quijote llegara a sus manos en un primer momento en inglés; aunque después aceptara el camino de la lengua castellana con felicidad. Por sus venas además corría La Biblia, que su abuela conocía de memoria completamente.

Jorge Luis Borges

  En 1955 la lenta ceguera obliga a Borges a apartarse definitivamente de la letra escrita, aunque seguirá cultivando con gran dominio la conversación, siguiendo las enseñanzas de su amigo y maestro Macedonio Fernández, y como también había hecho Sócrates. Homero y Milton también fueron ciegos. Ya en esas fechas Borges habría formado una conciencia literaria madura, y a pesar de que no pudo volver a leer, se refugió en la soledad secreta del recuerdo, siguiendo los pasos de Funes el memorioso, uno de sus personajes. Borges ya había concebido la biblioteca como un símbolo, como una metáfora del mundo y de la vida en su cuento La biblioteca de Babel. Cuando escribió Biblioteca personal, ya era aquel vate ciego, de expresión condescendiente y trato afable, que causaba la admiración y la impresión de lectores de todo el mundo. Había conseguido hacer del prólogo todo un género literario, debido a su don para descender a la esencia de los textos, y su claridad para expresar un pensamiento limpio y delicado, con una exactitud casi matemática. Hacía más de diez años que había escrito su Prólogo con un prólogo de prólogos, a lo largo de los cuales había practicado compulsivamente la reseña de obras y de autores. Las diferencias entre ambas obras son notables a la vista, porque las pretensiones de la Biblioteca personal son más universales, mientras que Prólogo con un prólogo de prólogos tiene un mayor número de autores hispanoamericanos y argentinos, algunos de dudosa calidad literaria. Su estilo en Biblioteca personal es maduro. Ya pasaron los años de juventud, de ultraísmo, de expresionismo alemán, en los que Borges acusaría de una herencia quevedesca. A pesar de los años, siempre se siguió considerando quevedesco, sin darse cuenta tal vez que su obra y su estilo, iban depurándose, volviéndose poco a poco cervantina. Su prosa, a pesar de estar cincelada eligiendo cuidadosamente cada palabra, no utiliza términos diferentes a los que usa el lenguaje hablado. Como cualquier discípulo, había rechazado las posibilidades que ofrecía la estética anterior, el modernismo, y había iniciado junto a otros autores la aventura de naturalizar el lenguaje literario, en una época en que Rubén Darío seguía estando muy presente. Esta necesaria evolución ya se muestra en Leopoldo Lugones, otro de sus grandes maestros, aunque Borges no siempre lo aceptó así, al final no tuvo más remedio que darle el lugar privilegiado que Lugones merecía. El libro ofrece el punto de vista antes de un lector que de un escritor, porque Borges, como repetía numerosas veces, antes se jactaba de los libros leídos que de los libros escritos; alguien que pensaba que el arte simplemente existía, sin la necesidad de buscarle un porqué, como recordaría en palabras de Angelus Silesius. No es, por lo tanto, un interés crítico, sino estético, lo que mueve la elaboración del libro. Biblioteca personal ofrece al lector una amplia variedad de posibilidades literarias. Borges incluye no sólo a los autores ingleses de su juventud, a los que seguiría admirando durante toda su vida, sino a clásicos desde Virgilio, del que destaca su elegancia, hasta contemporáneos como Cortázar o Mujica Láinez, a pesar de que el estilo demasiado barroco y sobrecargado de este último fuera tan diferente a las inquietudes estéticas de Borges; incluye desde textos antiguos, como los Evangelios apócrifos, la Saga de Egil Skallagrimsson o el Poema de Gilgamesh, primera obra épica escrita en el mundo, hasta autores del realismo más clásico como Flaubert o Dostoievski. Tampoco se olvida de autores que tuvieron una gran repercusión a principios de siglo como André Gide o Jean Cocteau. Y a pesar de que consideraba las greguerías de Ramón Gómez de la Serna como burbujas literarias de efímera existencia, y muy alejadas de su estilo, leyó prácticamente la totalidad de las obras de este autor. Poe y Chesterton fueron sus maestros en los cuentos policiacos y de terror. De Kipling aprendió a narrar los acontecimientos como si no los comprendiera del todo, como si hubiera algo misterioso que no fuera capaz de constatar. También había leído a Kafka y a Juan José Arreola. Biblioteca personal no encierra sólo obras literarias, sino también filosóficas, históricas o incluso matemáticas, tan amplio fue el interés de Borges por todos los ámbitos de la cultura humana. Aprendió alemán sólo para leer a Schopenhauer. El conjunto de obras que ofrece amablemente en el volumen podría hacer que un lector normal se convirtiera casi en un erudito. Él sin lugar a dudas lo era. Tal vez se echen en falta autores como Cervantes o Whitman. Sin duda Borges los tenía muy presentes, aunque desgraciadamente murió antes de poder finalizar la escritura del libro, cuando había completado los prólogos de sesenta y cuatro títulos. Cabe pensar la certeza de que Borges, en una colección de cien libros, sin lugar a dudas habría añadido a estos autores. De hecho, a Cervantes sí lo había incluido en su obra Prólogos con un prólogo de prólogos.

Francisco Gómez de Quevedo y Santibáñez Villegas visto por Diego Velázquez

  Cabría decir lo mismo que el propio Borges dijo de Quevedo. Si para Borges Quevedo era mucho más que un autor, era una literatura, esto también se podría decir de Borges, a pesar de que su humildad siempre le impidió reconocerlo. Quizá, el hecho de ser ciego hizo que nunca pudiera contemplarse en el espejo y nunca pudiera verse a sí mismo como el hombre sabio que era, como la literatura en la que se había convertido. Por tanto, ante esa maraña bibliográfica que nos abruma y desconcierta, siempre puede resultar útil dejarse guiar por la luz de faro de hombres de letras deslumbrantes, como puede ser Borges. En este caso, la lectura Biblioteca personal siempre puede servir de guía exhaustiva de obras que son necesarias leer, conocer, dominar y amar. De la mano de un autor que es capaz, como pocos, de transmitir su pasión por la literatura.

*Este artículo fue escrito por Alejandro Gamero (@alexsisifo) y publicado originalmente en https://lapiedradesisifo.com/2004/10/16/biblioteca-personal-de-jorge-luis-borges/

Bibliografía: Harold Bloom, El canon occidental: la escuela y los libros de todas las épocas, Barcelona, Anagrama, 1997. Jorge Luis Borges, Biblioteca personal, Madrid, Alianza, 1988. Jorge Luis Borges, Prólogos con un prólogo de prólogos, Madrid, Alianza, 1998. Jorge Luis Borges y Osvaldo Ferrari, Diálogos, Barcelona, Seix Barral, 1992. Robert Escarpit, La revolución del libro, Madrid, Alianza, 1968. María Esther Vázquez, Borges, sus días y su tiempo, Buenos Aires, Ediciones B Argentina, 1999.